Hace poco tiempo oí contar la amarga experiencia de unos padres cristianos que vieron morir a su hijo renuente a aceptar a Cristo como su Salvador. En vano procuraron penetrar en aquel corazón endurecido los prudentes consejos del papá, junto a la ardiente súplica de una madre desesperada, que quería arrebatar de la condenación a un pedazo de su ser. Fue entonces que mandaron a buscar al pastor, con la esperanza de que su experiencia habría de influir en el joven, pero éste ni aun lo quiso recibir, rechazando también a los diáconos y ancianos de la iglesia, pues nada quería saber de aquellas personas a quienes consideraba vanidosas, farsantes e injustas.
Alarmados, los padres preguntaron al mozo: «¿Cómo puedes pensar y decir semejantes cosas de los siervos de Dios, estando como estás al mismo borde del infierno?» A lo que el moribundo contestó: «No he dicho más de lo que he oído de ustedes mismos, que dicen estar asegurados del cielo; fueron ustedes quienes sembraron en mí la desconfianza en estos hombres, ¿cómo queréis que los acepte ahora capaces de hacerme bueno?» Y así murió aquel desdichado, con el corazón amargado y lleno de resentimientos a causa de las murmuraciones que desde pequeño venía escuchando de labios de sus progenitores.
Este cuento puede que sea real o inventado, pero de cualquier manera sirve de enseñanza para cada uno de nosotros, especialmente para los que somos padres. ¿No hemos visto a muchos padres cristianos desesperados ante la apostasía de un hijo de sus entrañas? ¿No hemos visto matrimonios rotos porque uno de los dos se apartó de los caminos de Dios, perdida la fe y el buen concepto que tenía de la hermandad? Puede ser que les haya sucedido lo que a los afligidos padres del relato.
Tal vez alguno no había pensado seriamente en las consecuencias de nuestra diaria conversación, pues estamos de acuerdo en que inventar un falso testimonio es pecado sumamente grave, y que deberíamos tener en cuenta que propagar el testimonio de otros, sin saber si es cierto o no, es pecado también; y que aun cuando lo que digamos sea verdadero, al hablar mal de los demás estamos manchando el alma y exponiéndola a condenación; pero eso no es todo, sino que esa nuestra fea forma de hablar tiene su influencia, tal vez imborrable, en la formación de la conciencia de nuestros hijos, hermanos y demás personas que nos rodean, a quienes, sin querer o darnos cuenta, podemos estar sembrándoles un veneno que al cabo de algún tiempo se volcará sobre nosotros mismos, porque...
«No os engañéis: Dios no puede ser burlado; que todo lo que el hombre sembrare, eso también segará.» Gál.6:7.
Spmay. B. Luis, P. Baracoa, 1974
|